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 Illeta Illeta
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Monday 20 de February de 2006, 00:00:00
Alpes, Monch y Jungfrau
Tipo de Entrada: RELATO | 4361 visitas

El relato de acontinuacion lo escribí despues de hacer una viajecito a los alpes de 10 dias, en verano de 2002. Recorrimos el galciar de Aletch y intentamos ascender el Jungfrau, pero havia mucha nieve y desistimos. Al dia siguiente optamos por subir al Monch y este es el relato de la actividad. Sorprendera!

Las 5 de la mañana y estabamos al pie de la ruta normal que sube al Mönch, cumbre alpina de 4.000 metros. Aún no sabíamos que hacíamos ahí, el Mönch no era ninguno de los objetivos de la expedición pero el día anterior aparecimos en su refugio situado tan solo 500 metros por debajo de la cumbre así que nos pareció un desprecio no subir a ese 4000 que teníamos a un tiro de piedra. Formamos dos cordadas, Luis Trabalón y Pau Centellas (el autor de estas líneas) representando la juventud, Pepe Martínez y Dani Tebé representando la experiencia. La vía transcurre por una de sus aristas. Debido a las copiosas nevadas de los días anteriores la arista no presentaba ningún resalte rocoso, tan solo pequeños tramos en la parte central que tendríamos que resolver en mixto. La nieve estaba en perfectas condiciones; dura por el frío de la mañana y por las pisadas de otros alpinistas. El día anterior hubo guías de montaña que se atrevieron a subir con sus clientes hasta las 4 de la tarde. Su facilidad y proximidad del refugio tienen la culpa, en nuestra opinión, de esta imprudencia. Me decidí a encabezar la ascensión. Éramos los primeros que iniciábamos el ascenso, aún rodeados de oscuridad, en el refugio, con suerte los guardas estarían preparando el desayuno al resto de gente. El camino era fácil y no tardamos demasiado en encontrar las primeras dificultades. Bueno, lo llamaremos dificultades simplemente porque rompían la monotonía de la nieve: bastaba con clavar el piolet por encima de la roca y estirar un poco de brazos. Los primeros rayo asomaron por el horizonte tiñendo la oscuridad con una luz tenue. Nuestros ojos se desviaron hacia ese espectáculo, la belleza del amanecer nos cautivó a  todos de una forma mágica. Tanta belleza quedó grabada en nuestras retinas para siempre, pero por desgracia nuestras palabras nunca serán suficientes para describirla. Cuanto me arrepiento de no ser poeta? Tras permitir a nuestras almas disfrutar del amanecer continuamos el camino a la cumbre. Sin más incidentes llegamos a la ante cima del Mönch. En el refugio nos informaron que la traza solo llegaba hasta allí, nadie continuaba hasta la cima, sin duda por la presencia de cornisas en la arista cimera. Nos encontrábamos en ese punto. El altímetro marcaba 4.017 metros, 90 metros por debajo de la cima principal y a 400 metros siguiendo la arista. Las cornisas parecían olas que sobresalían del perfil de la montaña, amenazando con romperse en cualquier momento. Si queríamos hacer cima tendríamos que atravesarlas como hacen los surfistas con sus tablas. Las opiniones eran variadas y los motivos diversos, pero todos nos considerábamos  alpinistas expertos y no nos conformábamos con llegar hasta donde llegan los turistas cuyo entrenamiento consiste en  meter y sacar la tarjeta de crédito del monedero. No. Nosotros teníamos que intentarlo, llegar más arriba, intentarlo unos metros más. Por la emoción del momento volví a ser yo el que se ofreció para abrir el camino.  La estrategia a seguir sería avanzar todo lo posible unos metros por debajo del borde de la cornisa y abrir el camino al resto hasta un punto ?seguro?. Al estar en una arista de nieve sólo podríamos asegurar con el piolet clavado en la nieve y colocando una estaca como seguro intermedio. Luis se preparó para asegurarme, su piolet se hundió en una nieve blanda, inestable, lo intentó de nuevo y encontró las mismas condiciones. Sin duda, ese piolet no aguantaría una caída mía. Pero avancé. Al primer paso se me hundió la bota en la nieve, eso da una sensación de mayor seguridad, siempre falsa pero requiere un mayor esfuerzo y unos nervios de acero. El piolet desaparecía bajo la nieve cada vez que lo clavaba para avanzar, sin ofrecer ningún tipo de ayuda. Un pié tras otro fui avanzando, hundiendo el pié con fuerza para asentar la nieve, era un trabajo lento y requería toda mi concentración para no cometer errores. Desde atrás me gritaron: ?¡pon la estaca! ¡Estás a 15 metros y esto no aguantará si resbalas!?. Era cierto. A cada paso que avanzaba me alejaba de ese precario piolet y las posibilidades de que me detuviera en caso de caída disminuían peligrosamente. Tenía que clavar la estaca. La clavé en la nieve y se hundió como un cuchillo en mantequilla. ?¿Eso debía detenerme? Se arrancaría a la mínima vibración. Un momento. Debajo hay algo duro? Tras una capa de 30 cm de nieve blanda se notaba otra más dura. ?Tengo que hacer que se clave en esa capa? Con la maza del piolet la golpeé y poco a poco iba penetrando en esa capa segura. 10, tal vez 15 centímetros pude clavarla pero sería suficiente, ahora podría seguir más tranquilo. Con esa tranquilidad seguí dispuesto a acabar toda la cuerda. Poco a poco, siempre atento pero más tranquilo avancé, hasta que un nuevo grito desde atrás me informaba que se acababa la cuerda. Me tenía que detener y preparar para que el resto pudiese llegar hasta mí. Construí una pequeña plataforma a base de pisotear la nieve para poder moverme con mayor comodidad y clavé el piolet. Nieve mala pero no había más remedio que fiarse. Di la señal a Luís para que viniese. Siguió mis pasos con cautela, ninguno estaba a salvo de peligros, la visión de es tremenda pendiente de nieve que se precipitaba sobre glaciar y las grietas aterraba a cualquier. Por la otra vertiente, ni siquiera se veía el final. Llegó a la estaca, quitó su cuerda y me miró. Su cara demostraba la tensión del momento, por delante tenía 40 metros en los que dependía de la cuerda que le unía a mí. Eso es lo que tiene el alpinismo, los compañeros de cordada, la superación del miedo a partir de la confianza que nos dan los compañeros. Con la mirada nos trasmitimos esa confianza y Luis siguió. Pepe iba tras él  mientras Dani esperaba su turno en la primera reunión. Uno tras otro llegaron a mi situación. Sus caras pedían a gritos que se acabara ese calvario, pero la cima no se movía de donde estaba. Tras hablarlo unos momentos, por unanimidad dimos por terminada la escalada. Nos encontrábamos a 4.042 metros y sería suficiente. Continuar sería exponernos a demasiados riesgos y sobre todo tardaríamos mucho en lograrlo por ese método. Dimos ese punto por la cima del Mönch. Con una alegría amarga y con mayor consuelo que motivación intentamos disfrutar de las vistas. Hacia el norte teníamos  la imponente mole del Eiger. Ese sí era un objetivo del grupo, pero desde ese punto se volvió lejano, inalcanzable, tan solo en nuestros corazones conservábamos el sueño de subir algún día, probablemente lejano. Se distinguía la arista Mittellegui cuya reseña habíamos memorizado, pero no era como imaginábamos, abrupta, salvaje, despiadada, vertical e infinita. Y veíamos su vertiente fácil. ¿Cómo sería la cara norte? Algo nos hizo volver a la realidad. Debíamos empezar el descenso. Tal y como fuimos llegando deshicimos los pasos: Dani, Pepe, luego Luis y yo. Mientras esperaba mi turno me despedí de aquel lugar, sus cumbres, sus glaciares, sus peligros y sus vistas. Tenía le sensación que ya no los volvería a contemplar desde una atalaya semejante. Cuanto me equivocaba. Volví a cruzar la arista, ahora parecía tan fácil? El descenso fue rápido, aquellos tramos que nos entretuvieron en la subida  pasaban bajo nuestras botas uno tras otro desde los rápels que había instalados para ello. Pasaban unos minutos de  las ocho de la mañana cuando nos encontrábamos de nuevo al pie de la ruta. Nos esperaba el camino de regreso al refugio de Konkordiahutte (base de nuestra expedición) pero en nuestras mochilas habíamos añadido el peso de una espina clavada, el de una cumbre que no pudimos hacer. Lentamente nos alejamos de allí arrastrando los pies sobre la nieve, cabizbajos, en silencio. Toda la energía e ilusión que había volcado en esa cima se había vuelto contra mí, ahora esa espina pesaba mucho, me aplastaba contra la nieve. La tenía clavada hasta lo más hondo de mi orgullo. Enfrente de nosotros se encontraba la Jungfrau, recibiendo los primeros rayos del día. El día anterior intentamos escalarla, pero igual que el Mönch  y todos los picos de la zona, había recibido un cargamento nuevo de nieve que amenazaba con desmoronarse. De hecho, parte ya se había desprendido y tras de sí había dejado un surco de más de un metro de grosor. El resto seguía ahí, todo igual como el día anterior. Todo no. Algo nuevo llamó nuestra atención. Una traza. Se podía distinguir una traza que recorría toda la ladera y más arriba, en el collado dos puntos. Sin duda una cordada se había enfrentado a los aludes de la Jungfrau y habían vencido. No estaban solos, otra cordada de tres personas se encontraba sobre el espolón siguiendo la misma traza. Lo estaban haciendo. El día anterior nosotros consideramos que no se podría subir por ahí pero esa gente demostró lo contrario. En ese momento la Jungfrau  nos atrajo y nos detuvimos a comentar los hechos. Pepe y yo vimos en la Jungfrau la oportunidad de quitarnos la espina del Mönch y subir un 4.000 hasta su cima. Dani y Luis decidieron que ellos no subirían: arrastraban molestias físicas y lo veían como una imprudencia. En cambio a Pepe y a mi esa fina línia trazada en la nieve nos empujaba a subir aún y sabiendas de los riesgos. El reloj lo teníamos en contra, era excesivamente tarde para iniciar un ascenso, las aludes habían dejado sus huellas y amenazaban nuevos desprendimientos, pero nos despedimos de los compañeros y nos lanzamos a la base del espolón. Tardamos poco en llegar. El día anterior llegamos hasta el mismo punto pero entonces desistimos; hoy, ahora seguiríamos las huellas de las cordadas anteriores. Nos encordamos y Pepe se puso en cabeza. Unas primeras rampas de nieve muy pronunciadas nos sirvieron de advertencia. Luego tras un flanqueo le llegó el turno a la roca y al terreno mixto. Pepe seguía decidido, hacia delante, leyendo en las rocas los pasos de otras cordadas. Yo lo seguía como un ciego sigue a su lázaro, simplemente concentrado. Él me gritó ?estate atento esto se pone feo!? Pepe llegó al final de una pendiente de nieve y delante suyo tenía un tramo vertical de roca que se disponía a esquivar por su base hacia la derecha. Atento a sus movimientos avancé para que tuviera cuerda y de pronto se detuvo. Llegué hasta donde estaba y era realmente feo. Esa muralla de roca eran unos 30 metros verticales de roca viva. No entendíamos nada. Se suponía que seguíamos la ruta normal del Jungfrau y dos cordadas habían pasado por ahí: ¿cómo era posible? Aunque el camino fuera por ahí no llevabamos nada de material para asegurarnos a la roca así que decidimos dar marcha atrás. Descendí esa pendiente de nieve hasta una pequeña plataforma de rocas y vi que por la izquierda había una veta de nieve horizontal con huellas.  Se lo comuniqué a Pepe y me animó a seguirla. Par no hacer maniobras raras yo seguiría delante. Delante de mí tenía una repisa inclinada de nieve inestable, blanda, flanqueada por roca vertical. Hacia arriba un muro, hacia abajo, no se veía la caída. Lentamente avancé. Sin posibilidades de asegurarnos, una caída resultaría fatal para los dos. Eso era algo que conocían mis piernas y se resistían a avanzar; cada paso suponía un esfuerzo mental agotador. Tras la repisa venía una sección de roca que debíamos flanquear para encontrarnos con otra repisa de nieve inestable. El terreno no concedía respiro, la concentración era máxima, la tensión al límite. Pepe se mantenía detrás de mí. Él se desenvuelve mejor por esos terrenos mixtos, pero un adelantamiento suponía mucho peligro innecesario así que yo debía seguir avanzando. Otra repisa y al final otro tramo de roca para resolver en mixto. No sé cuantas repisas crucé, ni cuantos bloques esquivé: la adrenalina y el medio se apoderaron de mi conciencia y solo pensaba en salir de ahí, en sobrevivir. El instinto de supervivencia fue el que me llevó a una pendiente de nieve, sin rocas que subía directamente a lo alto del espolón. Sin pensarlo superé esa pendiente, agotando mis fuerzas y en cuanto llegué arriba caí desfallecido. Literalmente me tiré a la nieve, era incapaz de moverme. Sin duda el miedo agota y no hay preparación física para evitarlo. Un trago de agua y una barrita energética fue la insuficiente recompensa que encontré en la mochila. Aún sin recuperarme del esfuerzo, Pepe reanudó la marcha. En poco tiempo llegamos al final del espolón y ante nosotros teníamos el imponente flanqueo que discurría por debajo de unas amenazadoras cornisas. La consigna era clara: pasar cuanto antes sin detenerse. Sin titubear Pepe marcó un ritmo rápido, casi de carrera, yo le intentaba seguir, pero aún no me había recuperado de la tensión vivida momentos antes y  mi celebro no era capaz de ordenar a mis piernas que andaran más rápido. Cada pocos pasos mirábamos hacia arriba buscando indicios de peligro, siempre sin detener la marcha. Poco a poco nos acercábamos al collado. Unos pasos más... un poco más... Superada una rampa final, llegamos al collado y nos dispusimos a contemplar la cima de la Jungfrau. Nada más lejos. Desde abajo pensábamos que del collado a la cima sería una cresta más o menos amplia con un desnivel de 300 metros y una pendiente de 40-45º, un terreno en el que Pepe y yo no desenvolvíamos bien y no debía costarnos más de 45 minutos. Ante nuestros ojos teníamos una serie de rampas de nieve que fácilmente alcanzaban los 60º de inclinación y la cima oculta. Resignación, pero había que seguir. Enseguida empezaron de nuevo las complicaciones. Aun no sabemos porque, pero en la suela de los crampones de Pepe se empezó a acumular peligrosamente varios centímetros de nieve. Eso suponía un mayor esfuerzo por su parte y un ritmo muy lento, ya que constantemente tenía que parar a sacudir sus crampones. Este hecho, las horas de marcha y la altitud (próximos a 4000 metros) hacían la situación agotadora.  Pepe con un esfuerzo tenaz y imparable iba escalando cada resalte de nieve, yo le seguía, siempre atento a un posible resbalón; si los crampones de Pepe fallaban yo debía detener su caída. Esas rampas eran interminables, cuando creías ver la cima descubrías que solo era otro repecho que minaba nuestra voluntad. Decidí substituir a Pepe en la cabeza de cordada y permitirle que descanse, que se recupere física y moralmente. Remonté una pendiente y repentinamente se convirtió en una ladera prácticamente horizontal con la cumbre al fondo. La alcanzamos y exhaustos nos rendimos a su grandeza. Nos había costado el doble de lo que habíamos previsto. Disfrutamos del silencio, del sol en la cara, de los valles y las montañas, de la soledad y de los pensamientos. Pensamos en Luis y Dani, ahí estaban con nosotros en la cumbre. Fotos, abrazos y un trago de agua. La Jungfrau era nuestra. De todos. De CIMS.

Con una última mirada al horizonte, iniciamos el descenso, quizás la parte más peligrosa de la ascensión. Dado que el problema con los crampones de Pepe persistía decidimos que él iría delante y yo lo aseguraría desde atrás. Deshacíamos nuestros pasos, como se dice, sin prisa pero sin pausa. En las zonas de más pendiente usábamos las estacas de hierro que marcaban la ruta de ascenso para descolgar a Pepe. Lo bajaba todo lo que daba de sí la cuerda, nos reuníamos de nuevo y continuábamos. De nuevo en el collado y el flanqueo. Ahora ya no dudábamos, simplemente bajábamos. El espolón. Nos concedimos un respiro, y el último trago de las cantimploras. El glaciar y por consiguiente el refugio estaba al alcance de la mano y sin el peso de agua ganaríamos unas pocas fuerzas, escasas ya. En lugar de descender por las rocas de la entrada a la vía, elegimos seguir unas trazas que se dirigían por una pendiente de nieve directamente a una ramificación del glaciar principal. Alcanzamos a un guía con sus clientes (italianos creemos) así que nos pusimos a su paso para que nos guiara por entre las grietas.   Sin mayores problemas salimos de ese pequeño caos y nos separamos. Ellos iban hacia arriba, en busca de la estación del tren cremallera, nosotros hacia abajo, hacia el refugio de Konkordia. Observamos el glaciar. Se distinguía perfectamente la traza al otro lado, la traza que nos conduciría al refugio, pero estaba al otro lado del glaciar, a unos 2 km. Era mediodía y el sol caía sobre la superficie blanca. Con el reflejo de la nieve se hacia aún más intenso. Ya que no se veían grietas decidimos por no ir a la traza directamente sino hacerlo en diagonal para acortar camino. ¡Pobres ingenuos! Nada más pisar la nieve descubrimos la sorpresa que nos tenía guardado: nieve blanda. De nuevo resignación y Pepe empezó a abrir una huella. Para mi sorpresa, si Pepe se hundía media bota, yo hundía la bota entera y cuando él se hundía hasta medía pierna yo lo hacía hasta la rodilla. ¿Que significaba eso? Que no podría relevar a Pepe para que descanse porque yo también me estaba cansando. Despues de tantas horas de esfuerzo, de tanta tensión... y ahora esto! Nos miramos. Nuestras caras ya no transmitían ninguna emoción, ni rabia ni frustración; nos habíamos convertido en autómatas. El paso era desesperadamente lento y el glaciar inmensamente grande, cada vez más. El sol no daba tregua, sino que atacaba con más intensidad si cabía. Sin agua... ¿sin agua? No. Disponíamos de ella, solo que teníamos que transformarla. Metimos nieve en las cantimploras y las colgamos de la mochila para que el sol la fundiera. Dio resultado, a la media hora, en la siguiente parada, teníamos agua líquida. Esa se convirtió en nuestra monotonía: Coger nieve, andar media hora y parar a beber. Una parada. Otra. Y otra. Alcanzamos la traza y desfallecidos caímos rendidos. Una Coca-Cola nos prometimos mutuamente, pero aún no estabamos en el refugio. Una hora más anduvimos por la traza hasta llegar al pie del refugio. El refugio de Konkordia se encuentra en lo alto de una pared de roca. Antiguamente, cuando se construyó quedaba a 20 metros del nivel del glaciar, pero el retroceso había aumentado esa distancia hasta los 70 metros de roca vertical. Para superar ese desnivel habían montado una serie de escaleras metálicas colgadas de la pared para acceder hasta el refugio. 70 metros traducidos en escalones. 70 metros que significaron otra montaña para nosotros. Pero todo tiene  su fin, su cumbre, en este caso el refugio. Pasaban de las cinco de la tarde cuando entrábamos en el refugio, literalmente desechos, trece horas y pico después de haber salido del refugio de Mönch. Nos dirigimos a la barra a saciar nuestra sed y a registrarnos para dormir. La camarera preguntó de donde veníamos y sobre el mapa le señalé nuestra ruta: refugio de Mönch, cima del Mönch, cima de la Jungfrau y refugio Konkordia. Su cara nos transmitió que lo que habíamos hecho, coronar dos cimas de más de 4000 metros en un solo día era algo extraordinario, impensable. Pepe y yo lo logramos el día 14 de agosto de 2002

          




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